Las aspas del ventilador del techo mueven levemente un mechón de su pelo rojo. Ella está desnuda al pie de la cama, bajo un crucifijo al que le hace falta un brazo. El calor del trópico hace que el sudor baje raudo por la pelvis. Pequeñas gotas de humedad dibujan un críptico paisaje en su cuello, tal vez un mensaje; una ambulancia pasa por la calle y un viejo insulta en italiano a un policía. La mujer no se mueve. Hace quince años la conocí, pero ayer le dije mi nombre. Salimos de la rotonda, un poco ebrios, contentos por habernos visto por azar en un país que nadie sabe pronunciar con exactitud. En algún momento nos tomamos de la mano, le hablé sobre venenos y manantiales oscuros donde es posible escuchar el eco de un mariachi. En esta habitación de hotel acatamos el riesgo de no abandonarnos. Y por eso te escribo, mi querido Abbas, porque no es posible ni necesario explicar el poder de la ficción en nuestras vidas, aunque los críticos intenten lo contrario. Ella se mueve cuando pienso en las catapultas o cuando escribo la letra K en la carta. En dos horas será de día, y ambos recordaremos, al cepillarnos los dientes, o al comprar un café en el aeropuerto, que es grato que ambos coincidamos en el futuro, como la gente que solo existe en tus películas. Y que hacen parte de mi vida.
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