
Un mundo de ideologías radicales y transacciones violentas, otro mundo de campeonatos de fútbol y paisajes en un mural. La intersección es un balón en un campo minado. Ninguna sociología haría frente a tanta audacia cognitiva. Para eso está el cine. Para ver.
No busque en Los Colores de la Montaña símbolos ni encuadres preciosistas ni los actores profesionales que viven en Bogotá. Hay una que otra mala actuación, elecciones visuales espontáneas, simplicidad formal. Si se la encuentra en una sala de cine, véala, la inteligencia es para usarla.
No es una película sobre la violencia colombiana sino sobre el fin de la infancia. Si al salir del cine piensa que Yo soy otro (2002), Los Actores del Conflicto (2008) o Retratos en un Mar de Mentiras (2009) no son realmente películas sobre la violencia colombiana, sino que hacen parte del cine anecdótico que extiende el calibre dramático de una telenovela habrá comprendido que es ausencia de buen gusto lo que impide que la mayoría de los realizadores del cine nacional pueda aproximarse al conflicto armado con algo distinto a estereotipos rastreros, explicaciones retóricas y caracterizaciones literales.
Errantes, los niños atraviesan el valle. Con los años, solo los afortunados pueden regresar con la sorpresiva aparición de un balón por una ventana o con los destellos de unos lentes inservibles, demasiado pequeños, dentro de un cajón. Manuel y Julián hacen siempre un viaje de ida. Usted que puede volver, hágalo, en la niñez siempre hay cosas por arreglar.
Como en las películas que entrañan una inusual confianza en la inteligencia del espectador, en Los Colores de la Montaña no todo se muestra, no todo se dice. Se apela a la construcción conjunta. El fuera de campo y la elipsis son técnicas de la elocuencia. Siéntase parte de esta historia y salga a su encuentro.
Negar el rostro del hombre armado, emborronarlo con un trazo indeterminado, es una elección política. El director Carlos César Arbeláez no aclara ni confunde, hace del interrogante un compañero de viaje. Haga parte de ese itinerario y descubrirá otra bonita modalidad de la destrucción.
El cine colombiano –como el cine de Hollywood, casi por las mismas razones- no es la gran cosa: difícilmente entretiene, es limitado en términos conceptuales, carente de desenvoltura técnica y poco arriesgado estéticamente. Vea Los Colores de la Montaña y disfrute esa bienvenida rareza que es la excepción a la regla.
A pesar de algunas escenas mal planteadas o mal resueltas, sobre todo en relación al poco elaborado uso del espacio, se entrevé un carácter, cierta afirmación expositiva que trasciende la nimiedad técnica. Eso no lo enseñan en las clases de cine: sea coherente, a pesar de todo.
En treinta años, ajustamos en nuestro país tres buenos referentes en el campo de la ficción cinematográfica sobre la violencia política colombiana: Cóndores no entierran todos los días (1983), La Primera Noche (1998) y Los Colores de la Montaña (2011). Está ante un suceso que no se repite muy a menudo. Hágase cargo de su época.
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