
De Australia llega la ópera prima de David Michôd, Animal Kingdom, un retrato viciado de una familia de clase media criminal, poco sofisticados y de gustos convencionales. Esta película se llevó junto con Winter´s Bone, el Gran Premio del Jurado a Mejor Película en el pasado Festival de Sundance. Ambas películas también coincidieron en la temática (aunque esta última con mayor pulso narrativo), centrada en las relaciones familiares afinadas por la opresión e inmoralidad, de lejos, la cantera emocional más rica y oscura en la cual hallar el material para hacer una buena película.
En Animal Kingdom, a pesar de exponerse con claridad el planteamiento de una historia escrita por el mismo director, la decisión de no ahondar más allá del espectro perceptivo de los personajes que integran la familia de delincuentes, confunde al espectador, al dejarlo a mitad de camino en un terreno sin las banderas de repliegue, donde algunas acciones resultan incoherentes o deshilvanadas, al margen de un claro orden conectivo, lo cual repercute en la óptima percepción de la totalidad de la película que se antoja a todas luces insobornable.
Aunque ya es casi una frase de etiqueta por el repentino e inesperado adiestramiento conceptual que han sufrido algunos periodistas de los grandes medios, en cine lo que importan no son las historias sino la forma en que la cuentan, y este a fin de cuentas resulta ser el mérito de toda gran película. El mundo gangsteril ha estado casi siempre asociado a unas estructuras de dominio cuya solidez se sustenta en el entramado de fidelidades y contraprestaciones originadas por el vínculo afectivo o la férrea coerción impuesta desde el interior del clan familiar. Desde Bonny and Clyde, pasando por El Padrino y llegando hasta Los Soprano, el poder regulador del circuito comercial cobijado en la economía ilegal del contrabando, el tráfico de drogas, el robo a mano armada o el sentimentalismo paranoide, exigen unos niveles de asociación que vayan más allá del simple pacto circunstancial adscrito a convenciones cambiantes o mal reglamentadas, que permitan equilibrar la compleja red de producción, distribución, competencia y represión policial. Cuando el vínculo familiar o afectivo no es el aglutinante de dicha red, como es el caso de Enemigo Público o Los infiltrados, resulta conveniente capitalizar una imagen centrada en el exceso individualista desprendido del repertorio mítico, o elaborar simples pero efectivos rituales (matar a un amigo, o tomar whisky hasta caer al suelo) que comprometan psíquica y sociológicamente a los individuos en una causa común. En Animal Kingdom se da el primer caso.
Por el más desafortunado de todos los contratiempos planetarios, un joven se ve obligado a vivir con su abuela y sus cuatro tíos, los cuales se dedican al atraco y el tráfico de drogas bajo el amparo cariñoso y dogmático de la madre. Al margen de los tiroteos, las persecuciones y las peleas entre hermanos, hay cosas más divertidas en la película: de una manera ingeniosa, para lo cual se necesita ser muy inteligente, el director ofrece un cuadro siniestro en el que las cosas más triviales e irrelevantes sufren una sutil transformación, una caída vertiginosa en el horror provocada con el simple movimiento de una taza, con el silencio expectante de un tío al mirar a su sobrino a los ojos o con el beso en la boca de una madre a su hijo al saludarlo.
La primera escena de la película compuesta de un solo plano vale por sí sola mucho más que la música de vanguardia que pasan en Radioactiva, todos los libros de Jorge Franco y toda la filmografía de Gaspar Noé. Y eso por el momento, aunque no parezca, ya es bastante. El resto del film, sugestivo y ambiguo, también vale la pena verlo.
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