
Después de que los más de sesenta kilos de peso de la cuchilla metálica de una guillotina separaran la cabeza del resto del cuerpo de Luis XVI aquel aciago martes de enero de 1793, las cosas siguieron más o menos igual. Los más entusiastas e ilusos predicaron la revolución, en Estados Unidos ya se había instaurado la primera democracia del mundo y Antonio Nariño, unos cuantos años después, traducía del francés al español los derechos del hombre, parte de eso que llamarían más tarde Latinoamérica se entregaba con fervor y voluptuosidad sangrienta a la intransigente empresa del caudillo libertador que algún día quiso ser como Napoleón. Después, mientras lo que queda de él descansa en la atemporal y ecuestre masa metálica de cualquier parque de cualquier poblado andino, en la escuela domestican a los niños que desayunan agua con saborizantes artificiales con el asunto de la igualdad, de los derechos inalienables, del esplendor metafísico de ese engendro conocido en los bajos fondos de los mass media como dignidad. Todos en el mundo occidental salivan con solo pensar en la palabra Humanidad, ese práctico invento francés que ayudó a promover Robespierre en los nostálgicos días del régimen del terror. ¿Y antes qué había? Había señores feudales, pastorcitos mentirosos que ignoraban que estaban en la edad media, bárbaros, uno que otro desadaptado que se quería apoderar de Jerusalén. Si de algo se puede estar seguro es de que el asunto de la igualdad y la libertad es un portentoso dispositivo que queda bien si se cuelga al lado del cuadro impresionista de dos señoritas que juegan con un perro en un paisaje borroso.
En Winter´s Bone, la segunda película de Debra Brank (considerada la mejor en la competición del Festival de Sundance 2010 y nominada al Óscar en la 83 edición a mejor película, mejor actriz principal, mejor actor de reparto y mejor guión adaptado), todos los personajes deberían comportarse como auténticos modernos, rabiosamente americanos, de comienzos del siglo XXI, amparados bajo la égida de la Ley. Y no lo hacen porque sencillamente, y parafraseando a Bruno Latour, nunca fuimos modernos. La libertad en el midwest, la que enfría los huesos en las cabañas pobladas de mujeres enfermas y niños hambrientos, la que enmarca los árboles como esqueletos bajo una coraza gris donde se supone que queda el cielo, también permite matar a drogadictos en un descampado de automóviles incinerados y doblegar a niñas que se aferran al sonido de su apellido como si fuera una linterna en la oscuridad. Los defensores de la ley desalojan de sus casas a los miserables excluidos de la fiesta tecnicolor del consumismo neoliberal, desinflan los salvavidas y exigen llegar a tiempo a la línea de combate. Ree Dolly, la adolescente de diecisiete años que busca a su padre ex convicto en un terreno ultramasculinizado, de corrosivas jerarquías e indómitos códigos, no lo hace por un imprevisto sentimiento filial –en algún momento llega a extrañarse por la pena que siente ante su ausencia- sino por salvar el último bien material que le queda, una cabaña. Un lugar donde vivir. Y Nada más.
La directora narra, con frialdad y aplomo, una crónica decadente y sombría sobre nuestro tiempo. No importa la aparente distancia que nos separa de sus personajes y paisajes, de la cantante folk, la ardilla despellejada y la sucia escultura blanca de dos niños sonrientes sobre un tobogán a punto de irse al suelo calcinado. Merodeamos por el planeta en una algarabía ridícula, satisfechos por la libertad de poder cantar la última canción de un irreverente cantante millonario, orgullosos de asistir por televisión a otra gran victoria del pueblo en una gran plaza egipcia en donde por fin se está más cerca de la democracia corporativa.
Es curioso, aunque no es la primera vez que sucede, que una película de esta naturaleza esté nominada a los Óscar, no es edificante ni pomposa, en ella no se hace gala de una afinada pericia técnica, ni distrae con algún atisbo de recreación genérica –a lo sumo dirán que es un thriller folk-, no hay gente que muere por una bandera -está última opción cubre la del retrasado que se supera-, ni ha barrido con la taquilla. Pero está ahí, como muestra de un falso sentido de autocrítica y, tal vez, de acompasado compromiso político. Modernismo naïf al interior de la academia que por cierto no contradice el apropiado gesto de alguno de sus miembros de adoptar niños tailandeses.
Ojo, es Debra Granik.