Sí. No se cansarán de decirlo, True Grit no es una película de vaqueros, es una película de los hermanos coen, lo que significa casi por antonomasia la subversión genérica. Por lo que decir que es un remake es decir poco. También es una muestra clara del enfriamiento, maduro y seguro, de una mirada. El paroxismo o la verticalidad en las muestras de violencia o situaciones absurdas ha adquirido un matiz casi melancólico o sosegado. Ya no hay deseo fulgurante por la insumisión, sino por cierta cadencia o escarceo indómito, leve, que resguarde de la indiferencia los placeres inmensos del devaneo lúdico. La película está esbozada en una anécdota simple y sencilla, como suele suceder en la vida real, porque en efecto, el diablo está en los detalles. La historia de la niña que contrata a un comisario para que atrape al asesino de su padre se esgrime en un tono casi fabulador, sin ambiciones conceptuales de corte existencial o mediante búsquedas cansinas sobre los alcances de la solidaridad humana. Una película de cacería moderada que en su reverso refleja la constante mirada a la muerte desde las poco a poco vulneradas trincheras de la infancia. El camino es ascendente: dormir junto a los ataúdes tras contar la historia de su padre asesinado, ver matar, halar el gatillo y caminar por la delgada línea que separa los dos mundos en el trazo de saliva que deja la boca de la víbora en la piel. La niña, desde el principio, se comporta como una adulta, férrea y altiva, y sin dudar entre las posibilidades que le ofrecen, elige un camino de la mano del hombre que trastabilla entre el desacato y la efectividad pragmática: un borracho con buena puntería. El Ranger de Texas que los acompaña compone el cuadro peripatético, personaje interpretado por Matt Damon, a quien siempre es un placer ver ofendido. O despreciado.
La película está llena de buenos momentos, instantes que no son decisivos, casi desfachatados, que al margen de su poca pertinencia en términos argumentales, o al contrario, como tics necesarios -lo que irritaría a los ortodoxos defensores del relato academizado-, revelan insospechados desvíos emocionales de los personajes, contribuyendo así con el enrarecimiento siempre oportuno de la historia. Con casi toda seguridad no se encontrará en lo que resta del año algo parecido a la escena del hombre que compra muertos, el que imita los sonidos de animales de granja, los arrebatos líricos del comisario que, como un Bukowsky hipertextualizado, desborda la tosquedad inmanente de un rol que nunca se deja sintetizar. La luz, replegada en la nieve, o rebosante en el interior de una cabaña que se enmarca a su vez en el relieve seguro y exacto de las noches estrelladas nos recuerda la ridiculez ordinaria de cada día y cada noche de la semana que infortunadamente nos toca vivir. Los disparos, además, como casi nunca ocurre en Hollywood, se comportan como disparos apropiados. Y eso ya es decir bastante (cuando uno de los malos observa por el catalejo al comisario disparar como señal de que se va y cumple con lo pactado, el sonido se escucha segundos después de accionado el gatillo, rebosante en un eco que apela a las leyes de la física con soltura). Los pocos tiroteos no son otra cosa que demostraciones radiantes de un talento para la planificación y la puesta en escena, lo que indudablemente aliviana la poca entrega de los realizadores en la parte final, justo cuando entra en escena el perseguido, Tom Chaney, un asesino un tanto lelo, del que no se puede esperar nada más que un estudiado acento en una mañana de reseca. La película pierde parte de su temple en salidas y entradas azarosas, casualidades infantiles, y un epílogo de ambiciones épicas inexplicables.
Una película intrascendente de los hermanos coen, que a pesar de las irregularidades, ofrece más de lo que está ofreciendo gran parte del cine norteamericano que se ha llevado la idolatrada estatuilla en los últimos treinta años.
La película está llena de buenos momentos, instantes que no son decisivos, casi desfachatados, que al margen de su poca pertinencia en términos argumentales, o al contrario, como tics necesarios -lo que irritaría a los ortodoxos defensores del relato academizado-, revelan insospechados desvíos emocionales de los personajes, contribuyendo así con el enrarecimiento siempre oportuno de la historia. Con casi toda seguridad no se encontrará en lo que resta del año algo parecido a la escena del hombre que compra muertos, el que imita los sonidos de animales de granja, los arrebatos líricos del comisario que, como un Bukowsky hipertextualizado, desborda la tosquedad inmanente de un rol que nunca se deja sintetizar. La luz, replegada en la nieve, o rebosante en el interior de una cabaña que se enmarca a su vez en el relieve seguro y exacto de las noches estrelladas nos recuerda la ridiculez ordinaria de cada día y cada noche de la semana que infortunadamente nos toca vivir. Los disparos, además, como casi nunca ocurre en Hollywood, se comportan como disparos apropiados. Y eso ya es decir bastante (cuando uno de los malos observa por el catalejo al comisario disparar como señal de que se va y cumple con lo pactado, el sonido se escucha segundos después de accionado el gatillo, rebosante en un eco que apela a las leyes de la física con soltura). Los pocos tiroteos no son otra cosa que demostraciones radiantes de un talento para la planificación y la puesta en escena, lo que indudablemente aliviana la poca entrega de los realizadores en la parte final, justo cuando entra en escena el perseguido, Tom Chaney, un asesino un tanto lelo, del que no se puede esperar nada más que un estudiado acento en una mañana de reseca. La película pierde parte de su temple en salidas y entradas azarosas, casualidades infantiles, y un epílogo de ambiciones épicas inexplicables.
Una película intrascendente de los hermanos coen, que a pesar de las irregularidades, ofrece más de lo que está ofreciendo gran parte del cine norteamericano que se ha llevado la idolatrada estatuilla en los últimos treinta años.
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A veces me pregunto por qué cosas seremos recordados. Sin duda, este texto y muchos otros que has escrito en este blog, como un Kamikaze, será una de las razones por las cuáles las personas te recordarán en el futuro. Me alegra atestiguar de primera mano el modo en que un hombre define su destino póstumo estando aún con vida. Otra cosa que me llena de alegría es que seamos contemporáneos y que de cierta manera exista una rivalidad literaria entre los dos, como dos amigos que saben que al caer la tarde deberán batirse en mortal duelo.