
Cierto sentimiento de pérdida y añoranza por tiempos mejores se desprende tras ver Hereafter (Después de la vida), la última película del adorado por la crítica Clint Eastwood. Un signo de interrogación glutinoso se desprende de los labios como baba al evocar títulos como Unforgiven (1992) o Mystic River (2003) mientras los créditos surcan la pantalla oscura al finalizar esta película. No es una negación total del trazo del artesano porque es evidente el pulso narrativo, la destreza técnica y el refinamiento estilístico, pero como en un duelo de escolásticos rabiosos desdibujando el pertinente paisaje mediterráneo en una tibia tarde otoñal, ¿de dónde tanta inapetencia a la hora de convocar la redada en torno al acuartelamiento moral de sus personajes, como en otros tiempos el viejo vaquero nos supo acostumbrar? Porque por inmejorable arquitectura narrativa que tenga, arquitectura como la puede tener una hermosa iglesia a la que nadie quiere entrar, lo que despierta la historia es una sensación parecida a la insipidez o al tiempo perdido. Ingravidez. Porque para correctas estructuras, un directorio telefónico.
El problema de la película no es la dirección, sino el guión, aunque es innegable la completa responsabilidad del director por la composición y el uso de la banda sonora, esa resonancia incómoda que lo hacía todo más insoportable. La historia parte de una premisa que cierra la posibilidad de buscar en otras corrientes menos fantásticas otros registros dramáticos: el contacto lingüístico y visual con el alma de los muertos. Por tanto, la película se enmarca en la lógica esquizofrénica de una superstición cristiana en la que, inexplicablemente, la comunicación con ese más allá solo sirve de excusa o motivo para guiar a los tres personajes principales por variantes que por poco casi no terminan de entrecruzarse, cuestión que tal vez en la primera hora hubiese hecho pensar que algo realmente está valiendo la pena, pero para eso habrá que esperar hasta el final. Con las líneas de los créditos. Optar por negar una perspectiva laica o racional no reduce el repertorio de variables dramáticas posibles, al contrario, puede ampliarlo (The Shine, The Others), aunque en este caso, dadas las intenciones realistas con las que está concebida la obra, todo termina en un insustancial esquematismo, inoperante e insulso, de deslizamiento psíquico hacia un encuentro emocional que ni sugiere ni revela; melodrama ramplón para vírgenes drogadas. Es como si Shakespeare hubiese escrito "Yo visité Ganímedes".
Queda la sensación de que pudo haber sido distinto, y eso no es bueno para ninguna película, para ningún libro, o tiroteo. La exploración del interior de un personaje con el don que le permite hablar con los muertos, su gracia o congoja, y su imposibilidad de construir vínculos sociales sólidos en medio de evocativas imágenes acompañadas de las palabras de Dickens reproducidas electrónicamente hubiese sido, simplemente, otra película, algo más cercano a la ambigüedad que puede suscitar la continua vacilación entre la duda y la fe, algo muy cercano a lo que es la naturaleza humana, esa entelequia que muchos críticos dicen mirar de frente cuando se acercan a una obra de Eastwood. Pero esta es otra historia, una historia que tal vez se acerca más al ánimo espiritual de un realizador octogenario que busca certezas o tal vez un poco de amabilidad y optimismo en una experiencia tan radical como es la muerte y de esta forma sentir que no todo está perdido. Aunque, precisamente, con esta película demuestra todo lo contrario.
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