
Nunca he visto una mala película rumana. Y es entendible, no he visto muchas, tal vez unas siete desde que estoy con vida. Y ninguna, como también es entendible, ha tratado de la criatura creada por Bram Stoker, habitante incomprendido de los Carpatos transilvanos, muy al contrario, todas se han detenido en la vida cotidiana y absurda de los que se mueren y pocos recuerdan, mediante un abordaje pausado, frío e inquietante. Una suerte de vistazo por el ojo de la cerradura del cuarto de Raskolnikov en un lunes festivo. Con solo tres de las últimas películas que vi –La muerte del señor Lazarescu, 12:08 Al Este de Bucarest, 4 meses, 3 semanas, 2 días- días puede elaborarse un tratado despiadado y entretenido de la soporífera decadencia del hombre occidental. ¿Qué otra cosa podría esperarse del pueblo que vio nacer a Vlad tapes, Emil Cioran , Nadia Comaneci y Tarzán (Johnny Weissmüller)?
Katalin Varga, ópera prima del inglés Peter Strickland, ganadora del Oso de Plata a la contribución artística de la Berlinale de 2009, es otra muestra de altura moral y desprecio por el encandilamiento visual propio de la cinematografía del país centroeuropeo. Fue rodada con escasos 28.000 euros y, según algunas declaraciones, concebida tras el estímulo incesante de Pornography de The Cure, Suicide, La noche del Cazador de Laughton, el soundtrack del Nosferatu de Herzog, y Shadows of our Forgotten ancestors de Parajanov. Para eso, y para no dar explicaciones, sirve una fuente de inspiración.
La historia de una mujer que busca vengarse de los dos hombres que la violaron puede ser asociada fácilmente con un discurso feminista de emancipación, por lo que es más apropiado, para no entorpecer con cansinas elucubraciones de tendencia política esquizoide y de mal gusto, remitir cualquier posible interpretación de corte sociológico a su matriz discursiva original, más criptica pero menos envalentonada: Katalin Varga es una película teológica. No es la espiral de venganza que reproduce un hacerse en el mundo en el acto de violencia contra un prójimo, sino el usufructo espiritual, el despojo concebido en la codificación fundamental: la predestinación. No importan los esfuerzos que nutren una rabia interna destinada a la purificación del flujo vital, ni la frialdad con la que se asume el último acto de perdón destinado a la redención, es la muerte, que de cara a lo incognoscible, nos obliga a asumir nuestro papel trágico. El único que, sea en un supermercado, una biblioteca, una amplia avenida, o un banco, siempre nos sale bien. Frente a esta caída libre sin sorpresas en el lúgubre desenlace final, el espectador, tiene una alternativa frente al desasosiego, ejercer una especie de sabotaje moral que acreciente el convencimiento de que Dios es una idea prosaica que reduce la incertidumbre, por lo que puede optar por no decir Destino, sino Riesgo. Aunque estropeé el cándido pundonor de las mujercitas que se revuelcan en nuestra cama.
El director, con preciosos planos, ajustados movimientos de cámara y un uso siniestramente transilvano de la música explotó el cariz melancólico y oscuro de los paisajes rurales rumanos. No hay espectros, ni exiliados del infierno en aquellos bosques, hay un secreto con el cual el cuerpo humano aprende a sortear la combustión espontánea como un bautismo. Eso es lo revolucionario en el cine. La habilidad para construir una atmósfera. Una alteración coherente.
Se dice de cualquier película de marcianos rodada en un estudio verde al interior de la ciudadela de la Paramount o la Universal que es una película que cambiará la historia. Y no. No lo es. Ya todo está inventado en el cine, en la literatura, pero al interior del alma humana ocurren cosas que nunca han sido vistas, que nos desafían en terribles susurros a mitad de la noche, y cuando alguien lo hace, cuando alguien se atreve a escuchar, se acerca un poco más al misterio que por pocos segundos nos hace necesarios, o al menos un poco más afortunados. Y eso es lo revolucionario.
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