
Porque el mundo es una mentira y él no está hecho para las mentiras sino para el death metal. Y los crucigramas, y las noches tranquilas tras una videograbadora de vigilancia. El gran hipermercado vacío como una tumba plegable y ampulosa para una sociedad secreta cuyos miembros quieren morir todos a la vez por un dios indefinible pero muy superstar. Brillante. Con pirámides de tarros de aceites, estanterías con martillos, ropa para niños y korn flakes. Y aparece ella en la pequeña pantalla, entre todas las mujeres del mundo, ella, la que limpia, frente a la cámara que vigila. Y la sigues, moviendo el monitor, moviendo tu alma cuando ella sale a la calle. La sigues porque nadie te enseñó que el amor es un pozo profundo, sólo dulce hasta que se llega al final. Y haces más crucigramas, que es una forma decente, respetable, de estar callado en un bar. Toda la noche para observarla, todo el día para esquivar el desierto de Montevideo; una playa y un plano general para acercarte a ella y decirle algo. Hablar de sus canciones preferidas de death metal, tal vez. O no decir nada. Porque la vida está pasando en las pequeñas cosas que cuelgan, como interminables miniaturas eléctricas del fondo del mar, entre los ojos de un hombre y una mujer que no les importa perder lo que todo el mundo, allá afuera, en las avenidas, las oficinas, las empresas, cree estar ganando. Otra de las maravillosas formas de sentirse solo. Solos como en nuestra casa.
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