Mi abuelita cree en Dios. Qué absurdo, ¿no? También cree que la marihuana es mala, pero se la hecha con alcohol para combatir el artritis. Jura que el diablo existe y lo ve en cada lugar: en un gusano, un joven en la calle o en la cola larga de una lagartija. Esconde la plata debajo de los colchones y luego dice que no tiene “ni un peso” Tiene un rosario todo el día, todos los días, colgado en el cuello, un cristo sujeto a la mano derecha y quiere que la velen durante cinco días.
Con ella se podría hacer una película, es más una saga, una obra entera como la de Cantinflas, pero sería muy aburridor tenerla en cine. Todavía me acuerdo que cuando yo tenía tres años la llevaron a ver el Mártir del Calvario en el Teatro Los Héroes, por aquel entonces el único que existía en Rionegro, y tuvieron que sacarla como una loca cuando vio que le estaban pegando los 1.000 latigazos a Jesús.
De verdad, es mejor disfrutarla en vivo y en directo y, de vez en cien, cuando el cine lo permite, encontrarla en personajes que, dentro de una pantalla, dejan escapar un poco de locura, ese sabor inexplicable que traen los recuerdos, una imagen pálida que llega para ser coloreada.
Eso me sucedió con Taking Woodstock (Destino: Woodstock), una película de Ang Lee que me vi en en El Colombo hace algunos días con un amigo. Todo el tiempo me reí, no solo de y por la compañía (que la disfrutó más que yo) sino también, porque cada vez que aparecía Imelda Staunton, madre del protagonista y dueña de una granja en quiebra que fue centro de tres legendarios días de “amor y paz” en 1969 durante el Festival de Woodstock, me acordaba de mi abuela, doña Berta.
Este film de 2009 que duró pocos días en la cartelera local y que fue condenado junto con Jesús a la pasión y la muerte de la Semana Mayor, cuenta la historia particular de Elliot Tiber, uno de los responsables de convertir este festival en el más grande de la historia. La película, basada en un libro autobiográfico de este personaje que es representado por Demetri Martin recrea, desde la cotidianidad, el nacimiento de Woodstock. Cuenta, entre las risas, los recuerdos, la ironía y el buen sentido de la vida, cómo un joven decorador convierte su pueblo, que termina siendo declarado “zona de desastre”, en un festival hippie.
Woodstock estuvo rodeado de drogas y la película no es la excepción. El evento se hizo famoso luego de que Elliot Tiber insinuara, en medio de lo que popularmente se conoce como “una turra”, que el festival sería gratuito, hecho con el que no contaban los organizadores quienes pensaban vender a 24 dólares las entradas.
Y vuelve mi abuela. Una vez un medio hermano que se asemeja a la figura del Maligno, le dio Marihuana diciéndole que probara el nuevo habano cubano que estaba de moda. Ella le recibió el “plon” y desde aquel entonces no nos perdona el no haberle aclarado que estaba violando su pacto secreto con “Dios nuestro señor”, como le gusta decirle. Hay una imagen donde los padres de Elliot se comen unos brownies rellenos de “sueños”, ahí estaba doña Berta, otra vez.
Durante los tres días de música, el director se acerca a Max Yagur, en cuyo predio se desarrolló el festival. Revive con naturalidad y fluidez a algunos de los personajes que fueron testigos de una asolada de más de un millón de hippies, “chupasangres” y sujetos medios freaks que acudieron a Woodstock.
Algunos comentarios dicen que la música no se vive en el film, pero, no hay razón para darle protagonismo a la música, porque la historia va por otro lado. No obstante, si se presta un poco de atención alcanzan a escucharse los sonidos de The Doors, Steve Winwood, Jefferson Airplane y The Seeds, momento particularmente encantador dentro de la película. The Seeds aparece luego de que Elliot consume LSD en una camioneta colorida, brindándole al espectador una experiencia psicodélica que está en vía de extinción dentro del mundo hollywoodense.
Tres cosas me gustaron mucho, si ven Taking Woodstock busquen a Liev Schreiber en el papel de Travesti, disfruten del grupo de teatro y traten de reconocer algún conocido entre lo extras. El trabajo del equipo de producción para conseguir extras fue admirable. Es una lástima que en la multitud no hubiera estado mi abuelita.
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me recuerda una vez que mi madre se enfureció porque no quise regalarle el último pedazo de torta de una fiesta. Habíamos hecho dos versiones de la torta, una para ella y otra para el resto de los invitados. Cuando todos se fueron quedó una porción y mi mamá, muy aficionada a las tortas de primera comunión y a las tortas en general, insistió e insistió, hizo berrinche, claro, esos son los hijos desagradecidos que no la consideran a una... finalmente no di mi brazo a torcer y ella no pudo probar de esa torta de la alegría. Ahora que han pasado más de diez años me arrepiento, a lo mejor hubiera sido una experiencia excepcional para ella.