
A Nadia
Los críticos se refieren a él como el cineasta manchego y, en algún momento, evocan a Douglas Sirk, el melodramático, para hacer efectivo, conclusivo un argumento obvio. Su apellido plantea resistencias ante un juicio periodístico ligero, ante el vuelo académico verborréico y desenfadadamente pretencioso. Su apellido es una marca que cubre las falencias de sentimentalismo ochentero a los que tiene derecho América y Europa en su trasegar artificioso por los eufemismos divertidos concatenados con los comerciales de autos en el desierto y los mensajes políticos declamados por amas de casa lívidas en el albor de los cuarenta. Su apellido amortigua los escrúpulos del incauto contradictor que teme decir lo que le dicta su corazón antes de hacerse polvo en la sala de cine. Su apellido es el de un director de cine que, como todo director de cine que se respete, ha hecho películas, la mayoría de ellas memorables y fundamentales, que han marcado rumbos, tanto, que ya se empieza a vislumbrar un final.
Hay una tendencia en los últimos años de hablar continuamente sobre sí mismos, una actitud artística autorreflexiva que esconde reptilesca egolatría, pereza creativa o letargo sociológico, ese deseo tan francés de hablar tan solo con uno mismo. A algunos este ejercicio solipsista les resulta tan encantador como construir barcos sobre las azoteas de los edificios, a otros, especialmente los espectadores, les queda, en cambio, la opción de apreciar una máquina contestadora al filo de un abismo y un sujeto que aprieta play y se escucha hablándose a sí mismo desde una línea telefónica conectada a la pesadilla. Lo que parecía una moda posmodernista de infantes dinamita dispuestos a toda costa a filmar la película dentro de la película se torna reflexión grandilocuente y efectiva del maestro sobre su humilde oficio.
Los abrazos rotos es una de esas reflexiones que acaso iniciara Almodóvar, creo haber dicho ya que hablaba de Almodóvar, con La mala educación, para la cual se vale de imágenes que por un lado pueden entretener a Blancanieves después de dos divorcios y fugaces expediciones al ambiguo mundo de la bipolaridad, y por el otro pueden ofrecer modernas alegorías simbólicas al más ruidoso estilo trash de la antigua Grecia: el director de cine ciego, las fotos partidas en pedazos, el amor eterno “fosilizado” tras el sino de la tragedia (o la pantalla de un televisor). La vida real, que no existe sin la narración, es corregida en la sala de montaje, sitio desde donde el director (cualquiera de los dos, Caine o Almodóvar) en un exceso de vil romanticismo, como el que propaga en mensajes de texto cualquier oficinista, confía impregnar en celuloide el anulado, por prosaicas circunstancias como un choque de auto, objeto del deseo, y confirmar así un origen: la película chicas y maletas; que uno quisiera seguir viendo y que es guiño nostálgico de lo que la movida madrileña pudo desatar en mentes estrafalarias e incontenibles. Pedro y Harry se hacen viejos y quieren mirar hacia adentro, que es casi como mirar al pasado o mirar para siempre al amor de tu vida: repúblicas independientes de la soledad. Hacer turismo por los laberintos de las decisiones tomadas, las que no se acaban.
La boca de Penélope al recitar las líneas frente a una pantalla silente que la muestra como actriz de su propia vida es uno de esos momentos fulminantes en el que se vuelve a creer, cubriendo en hermosas texturas emocionales una parodia sutil, una historia patética con demasiados giros causales en su arquitectura e insustanciales escenas explicativas, y todo en franca obediencia a los devaneos artísticos, autorreflexivos, de un animal cursi manchego que despedaza con saña las expectativas de una nueva época.
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