
En un descampado llano y seco aparece un automóvil deportivo, digamos que un corvette (mi masculinidad no da para diferenciar autos), que entra y sale del cuadro en un plano estático. Da vueltas, relampagueando, sin un destino aparente. De pronto se detiene justo al frente de la cámara, se baja un hombre de unos 35 años, sin gracia, y se queda de pie junto a la máquina. Corte a negro. Somewhere. Es la última película de Sofía Coppola. Y en el Festival de Venecia 2010 el jurado, presidido por su ex Quentin Tarantino (soy premeditadamente tendencioso), le otorgó el León de Oro a mejor película. En algún festival de cine indie en Ohio, seguramente podría ser la sensación –Benicio del Toro aparece diez segundos haciendo de él mismo-, pero la desidia posmoderna que se apoya en la referencia metatextual para paliar la infatigable vacuidad que recubre la superficie de las cosas más cotidianas, no es otra cosa que un rentable invento serial de corte conceptual en el resto del mundo.
A medida que avanza la película, centrada en cómo se aburre un actor de Hollywood entre coito y fiesta y viaje repentino a Milán, se tornan manifiestas las semejanzas con los anteriores trabajos de la hija del master of universe versión 1979, las cuales se acercan más al onanismo esteticista de Maria Antonieta (2006), que al fulgor poético e inmarcesible de Lost in Translation (2003). La directora hace un buen trabajo al separar a Johnny Marco, personaje principal, de todo contexto que lo vincule emocionalmente con algo realmente relevante, a través de una iluminación opaca y seca casi adscrita a los ochentas -esa década de la dimensión desconocida-, y una puesta en escena por momentos patética o surreal, pero aun así no logra ninguna epifanía, ni tampoco un solo trazo inolvidable.
Coppola es incapaz de conectar esa presumible desazón del pequeño Johnny, contrastada con sutileza pero sin enorme significación en las candorosas escenas que lo acompaña su hija preadolescente, con un público que también, paradójicamente, se aburre al verlo aburrirse. La directora apela a un pesimismo ramplón, lugar común de corriente antimodernista que asume el descontento espiritual al desafuero hedonista contemporáneo, el desgastante despilfarro material o el entumecimiento mental relativo a la fama, desconociendo –como en su momento lo hicieron los responsables de American Beauty (1999) y Fight Club (1999)- que la deshumanización hace parte del sopor originario de la especie, que los ritos, la técnica y el arte no son más que tosca artimañas para darle un contorno al vacío. El sistema es una simple formalización étnica y la felicidad un invento de los discjockeys.
Optar por la celebridad (aunque ese es el mundo que la directora conoce), en vez del banquero, el zapatero o el profesor, no la libra del sesgo neoconservador (ya me gustaría a mí condenar la existencia en un fin de semana en Italia), y más cuando la tiene sin cuidado generar algún tipo de simpatía o animadversión por el atormentado Johnny. Al igual que María Antonieta explayada en un jardín de superchería plástica y artificiosidad pop bajo un par de parlantes haciendo eco de una buena canción de The Strokes, el actor de Hollywood millonario se explaya en el sinsentido fundamental en hoteles de siete estrellas o bajo la masa de un engrudo de maquillaje. Pero así es la vida ¿no?
A pesar de su intento, por el momento se avizora a cierta distancia Sofía Coppola de esos artífices de la poesía del tedio como Kaurismaki o Stoll y Rebella. Pero es de resaltar que también hace gimnasia rítmica en un video de su ex Spike Jonze.
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