
Rubén Mendoza es un director inteligente y radical que tiene cosas por decir, pero en esta película no se le entiende gran cosa. Entre el primer y el último plano hay cierta coherencia echada a perder con lo que hay en el medio. Disfrute, ahí, en esa parte, de los desvaríos amorales tal como la haría la sombrilla y la máquina de coser cuando cambian la mesa de disección por una viejita borracha.
Una película sobre el submundo de la indigencia es una apuesta muy arriesgada: puede caer fácilmente en la reivindicación retro de un infierno por otro infierno; el panfleto sentimental escrito con letras góticas; el lugar común donde contar chistes escatológicos y sueños truncados y enseñanzas de vida, todo a la vez porque son la misma cosa; el regodeo sicotropical; la comparación con el cine de Víctor Gaviria. Pero este no es el caso, el director se aleja con altanería de los convencionalismos dramáticos tan afectos a periodistas y escritores colombianos malos que escriben como periodistas y se ganan premios y se llaman Jorge o se llaman Mario. Y por eso pagará el precio. No le cobre, véala, la sociedad del semáforo es una película valiente. Y nada más.
La libertad creativa no implica descuido formal indiscriminado. Fíjese en Lenin, hizo las cosas como tenían que hacerse y, años después, Laika fue la primera mejor amiga del hombre ruso (después del vodka) en orbitar la tierra. Y volver muerta por exceso de poesía.
Lea la letra pequeña: esta película es necesaria e inconexa. Necesaria, porque en este país cualquier cosa honesta ayuda a ver mejor, e inconexa, porque Luis Ospina, el editor, es muy loco, como si Godard hubiera nacido ayer.
No se desanime, no va a ver solamente “una película hecha con el corazón”. La banda sonora es de Velandia y La Tigra, y nada igual hay en la escena del rock nacional (tanto que ni siquiera es rock), tal vez Bomba Estéreo. Aunque también puede conseguir el disco y ya*.
La película, como el mártir suicida a punto de perder la fe en plena cuenta regresiva de una bomba imposible de detener en medio de un mercado en Bagdad, tiene serios problemas, y no son las deficientes actuaciones, la esquemática e insolvente fotografía, los encuadres descuidados, las secuencias dejadas a su suerte (terminadas casi siempre con un corte abrupto, como “abrupta es la ciudad”, claro está). El problema es el tono, la templanza estética, es decir, el equilibrio. Lo que hacía hermosa la multipremida La Cerca (un cortometraje del mismo director). Pruébelo con su gato, no importa cómo lo lance al vacío, siempre caerá de pie y sin miramientos éticos con su pasado.
No crea todo lo que dicen los críticos, la escena de las ambulancias indica que los límites entre la ilusión y la realidad se difuminan, ¿pero, por qué el director no se mantiene al margen si es tan anárquico? Afortunadamente la escena de los zapaticos y el perro absuelven la desfachatez onírica, los aburridos registros con la cámara al hombro que enfatizan el desorden como lo haría un dios principiante al crear el universo; y esos primeros planos que acentúan innecesariamente que la gente se droga y que la piel es piel, sea con suciedad, sea en lo prosaico del apareamiento. Ese asunto tan americano de los sentimientos y los sueños, y que todos somos iguales.
Esta película es como el Trout Mask Replica después de salir de una tostadora.
Sí. El delirio, como anuncia el cartel publicitario, está en la película. Es obvio: el rapero, la negra chistosa, la estatua humana, el poeta apocalíptico, todos juntos bajo un semáforo. Y es sutil: la solidaridad humana, la traición. Mírese muy adentro: el delirio es aconsejable para no sucumbir al terror.
*http://www.shock.com.co/actualidad/cine/articuloshock-descargue-banda-sonora-de-sociedad-del-semaforo
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