
No hay nada que no esté muy bien hecho en la última película de Polanski. Por fin Ewan Mc Gregor da con un guión que le permita algo parecido a la interpretación desde Trainspoitting, y Pierce Brosnan, que en una que otra de vaqueros logra transmitir una interioridad demencial, aparece aquí bajo la piel del primer ministro británico, inalcanzable en términos histriónicos. Un diseño de producción sobrio y elegante, adjetivos precisos con los que puede expandirse lo siniestro. Un guión que por fuera perfila un sosegado ritmo, sin prisas ni afectaciones y en cuyo interior, en una dinámica enloquecida por la música delatora y las puntuaciones dramáticas del relato, desarrolla a grado creciente el paroxismo eficiente, como un perturbador secreto en la noche de bodas. Un último plano, sorprendente y encantador. Un tratado del género que borra de la mente la irregular, casi mala, “La novena puerta” (1999), y la convencional “Oliver Twist” (2005).
Sin embargo, la historia adolece de una ingenuidad atronadora. Un thriller político, con misterio retorcido que para nada desestima las expectativas que poco a poco va generando, pero cuya premisa, muy de la mano de la teoría conspirativa, podría en otras manos resultar exasperante. Y es que el mérito está en la orquestación. El director polaco escribió el guión con el autor de la novela en que se basa la historia, Robert Harris, y es muy probable que éste material sea el tipo de literatura que gusta a las muchachas que a veces leen algo por la noche y ganan más que sus maridos, que están bien escritas y resultan ser muy entretenidas, que venden y no son más que un sistemático y cándido efluvio trágico.
A pesar de los diálogos punzantes, la fría concatenación de los hechos o la dosificación matemática del suspenso, el misterio finalmente descubierto no resulta ser muy creíble en términos de verosimilitud, pero sí totalmente acoplado a la naturaleza enrarecida de la narración. Y por eso es que puede decirse que no hay nada que no esté muy bien hecho en la película. Funciona sola, sin la realidad como referente o como un marcaje al que el código rindiera obcecada pleitesía, aunque muchos críticos se rompan la cabeza con asociaciones inteligentísimas en la que los hechos de la actualidad componen un espejo en el que la producción se refleja con un autismo discreto.
Polanski crea un universo particular de sutilezas casi surreales y evocaciones drásticas que ensanchan la mente del espectador con una suprema coherencia interna. Eso lo intentó también el director, con “La novena puerta” (1999) y "El bebé de Rosemary" (1968) y sólo en una de las dos lo logró. A mí me importa poco si el diablo existe o no existe, no soy un sentimental, pero sí me importa su lugar en el relato, la ambientación sonora que lo sospecha, el diseño visual que lo desfigura. Y lo mismo vale con los banqueros, con los primeros ministros del primer mundo, con el visitante profiláctico y fascista de Marte, con los escritores que hicieron del fracaso una excusa para burlarse de ellos mismos. Claves para una emancipación clínica y visceral de lo Verdadero.
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