
Una Palma y un Oscar. La institución lo premia, lo aplaude, lo adula, y en algún momento Sony channel se regodeó con su “pura verdad”-título que por cierto me recuerda una vieja revista de un protestantismo visceral que mi primo leía en su apacible juventud, seducido, estoy seguro, por los dibujos a todo color-. Sólo un país como Estados Unidos podía producir un personaje como Moore con todos sus elementos característicos: fenotípicos y espirituales. Obeso y descuidado en su forma de vestir, fácilmente su figura contribuye a poblar con más de lo mismo el paisaje de las modernas mitologías americanas; si nos dejamos llevar por lo no esencial, lo que se detecta a simple vista, evoca un arquetipo de norteamericano promedio cuya metafísica se encumbra con facilidad tras la propaganda de un junk food y lo que puede enseñarle un camionero a su hijo sobre comportamiento sexual entre sorbo y sorbo de una cerveza barata. En síntesis, una sana y muy ingenua intención de hacer bien las cosas contando con el repertorio de unos valores de clase media distribuido por la gran máquina de modelado neuronal, de códigos de barras y franquicias globales. Pero, como concluyeron los místicos más sagaces: el mundo está hecho de apariencias.
Sólo la gente corriente no juzga por las apariencias dijo aquel hombre, que según el parecer de Borges, tenía razón en todo. El desproporcionado y poco apetecible frente a la cámara Michael Moore, es un típico americano en lo esencial y también en lo demás. En su última película "Capitalismo. Una historia de amor" (2009), vuelve a repetir los esquemas argumentales y visuales que tanto rédito le generan. Inicia con algunas escenas de desalojo de las casas hipotecadas por cuenta del prestamo bancario imposible de pagar de algunos atormentados trabajadores de clase media e introduce la frase lapidaria de tintes marxistas que adelanta lo que se viene: “esto es el capitalismo, un sistema de tomar y dar. Más que nada de tomar. Lo que no sabíamos era cuando empezaría la revuelta.” Luego se despacha el asunto, quiero decir el documental, con una serie de testimonios demonizantes contra el sistema, desde el comentario de dos sacerdotes que afirman tajantemente que el capitalismo es pecado, el mal radical, que es inmoral, obsceno e indignante (cosa que es verdad) hasta las obvias revelaciones de algunos economistas, los conspirativos planes secretos de las principales corporaciones y sistemas bancarios para convertir a Estados Unidos en una plutocracia (¿ya no lo es?), y las desastrosas per deliberadas decisiones políticas encaminadas a destruir el Estado de bienestar tomadas por Reagan y Bush (el más malo de todos). La evidencia: unos pilotos que sobreviven con tarjetas para comida como pago; las polizas de seguros corporativas en las que por la muerte de un empleado éstas obtienen como compensación fuertes sumas de dinero; la ausencia de la palabra capitalismo de la constitución; el huracán Katrina; la crisis financiera; otra vez las hipotecas. Los argumentos son risibles, la efervesencia emocional inaguantable: no falta el tipo que llora porque lo despidieron del trabajo; el listado del mal del presidente vaquero en los años ochenta (destrucción de sindicatos, salarios congelados, bancarrotas, aumento de venta de antidepresivos, despidos generalizados) con música de fondo de Carmina Burana; el paroxismo generalizado cuando gana Obama las elecciones, porque es el momento del cambio. Así es, la revuelta de la que hablaba al principio está cerca. Y todo esto lo hace con un imaginativo uso de la parodia y la ironía; payasadas performáticas; una efectiva banda sonora; el guardia de siempre que aparta, golpea, tapa la cámara, que no sufre ninguna variación dramática, aunque ya conoce el nombre del cineasta; y un maniqueo desarrollo de los personajes (sí, esto es un documental). Los documentales de Moore son entretenidos, dicen cosas que son ciertas y que nos concierne a casi todos, pero su argumento es pobre y las soluciones presentadas ingenuas; en este caso habla de la democracia, esa cosa brillante que esconde la miseria bajo la mesa.
Moore, como Bush, habla claro, sin rodeos, a veces es pura anécdota como buen best seller, sabe hacia donde disparar y estimula la emotividad del espectador con una rigurosidad propia de un Spielberg frente a la arquitectura del arca perdida. Patalea, vocifera, recrimina, exprime todos los centímetros cúbicos de la insensible masa gris apoltronada en el interior de su cráneo y expele la corrosión más ácida, pero la etiqueta que lo clasifica “inflamable” adolece de cierta peligrosidad domesticada, pues luego recibe los aplausos, se gana los premios, la taquilla lo mima, Tarantino le susurra al oído… es tratado como un niño y él no se resiste porque él es muy americano. La máquina del entretenimiento es eso, y desde allí es muy reconfortante mantener con sus dulces y juguetes a los contradictores y críticos del sistema, mucho más práctico que la censura o represión violenta en un mundo hipertextualizado. Las películas no sirvan para cambiar el mundo (Tal vez Bono y sus fans lo logren), mientras tanto las bombas explotan en Bagdad por televisión, el presidente se lleva el nobel, y queda el consuelo de la risa socavando la aridez.
Alguna vez el sociólogo francés Pierre Bourdieu y el Nobel de litaratura alemán Gunter Grass comentaban sobre el oficio del sociólogo y el escritor, producto de un movimiento que estaba siendo abandonado, la Ilustración, y como el humor, desde Montaigne hasta Diderot y Voltaire formaba parte de esa tradición, aun en las épocas más horrendas. Al menos conservamos ese privilegio, aunque no contemos con el sucedáneo de una guillotina bien afilada para los reyes más anacrónicos del mundo liberal. Parece que algo no del todo correcto funciona en el aforismo de Pessoa y los “únicos” que mueren por la boca siguen siendo el pez y Oscar Wilde.
El documental es engañosamente real, apuesta a la verosimilitud y falla por su misma premisa, no importa la buena factura o el desarrollo del mismo, siempre queda corto a la hora de conectarse con el público. En la practica busca ser fiel a los hechos y se ahorca a si mismo, porque cualquier mínimo tratamiento que haga el director para trasmitir hace que se convierta en menor o mayor grado en ficción.
Es irónico buena parte del cine argumental utiliza la concebida frase "basada en hechos reales" para atraer el publico y condicionarlos de entrada con una respuesta emocional. Es famoso como los hermanos Cohen hicieron que los periodistas y buena parte de los espectadores buscara los documentos y los testimonios que verificaban los hechos contados en FARGO ya que ellos aseguraban que estaba "basada en hechos reales" solo para burlarse de ese afán por hallar lo real.
Parafraseando a Orson Wells para que filmar lo real si lo vivimos a diario y es mucho más interesante las posibilidades de recrear lo que nuestra mente disfruta.
Por eso el documental es un acto de ficcion disfrazado de cotidianidad. No pido que se deje de hacer pero si que la predica religiosa de ser portales para abrir los ojos del rebaño quede cancelada como la pretensión de los intelectuales de abordar temas realmente adultos.
Totalmente de acuerdo. Es más, podría decirse, lo escuché por ahí, que lo que separa el documental de otros géneros es que en éste no hay suplantación del rol.
Y acerca de la pretensión de los intelectuales de abordar temas de adultos, se podría comprobar que tan interesante podría ser teniendo uno como presidente de la república.